El planeta se encuentra bajo una tensión contenida que recuerda los días más oscuros de la Guerra Fría. Desde el Caribe, proclamado zona de paz, de Europa hasta Oriente Medio, desde el Pacífico asiático hasta el corazón de África, la humanidad se debate entre la razón y la barbarie.
En un mundo donde varias potencias poseen la capacidad de destruir la vida en cuestión de minutos, hablar de paz no es retórica: es supervivencia, es un compromiso que no admite demora.
Las guerras del siglo XXI ya no son episodios aislados, sino una red de conflictos que se alimentan unos a otros. Rusia y Ucrania libran una guerra que amenaza con reconfigurar Europa; Israel y Palestina reviven una tragedia que desangra el alma del mundo árabe; Estados Unidos y China compiten silenciosamente por la hegemonía tecnológica y militar; mientras Estados Unidos, Irán e Israel, entre otras naciones, mantienen el pulso nuclear latente, convirtiendo el planeta en un tablero de riesgos cruzados.
Y en medio de esta turbulencia global, las voces por la paz se escuchan cada vez menos, en tanto la diplomacia parece haber sido reemplazada por el cálculo geopolítico, mientras que los organismos internacionales, incapaces de contener la violencia, parecería que se debaten entre la inercia y la impotencia.
La humanidad vive una peligrosa paradoja: posee los instrumentos para construir un futuro común, pero elige invertir su ingenio en perfeccionar su autodestrucción.
El negocio de la guerra
La guerra no solo destruye: también enriquece. Es el gran negocio del complejo militar-industrial de Estados Unidos, un entramado de corporaciones privadas, contratistas de defensa y círculos de poder político que se lucran del miedo y la inestabilidad global.
Cada misil lanzado, cada tanque producido y cada dron vendido engrosan las ganancias de quienes han hecho de la muerte una industria sin fronteras ni escrúpulos.
Al decir de muchos expertos, las guerras contemporáneas se planifican en los despachos de los generales y en las bolsas de valores. Los mismos países que promueven discursos de paz son, a menudo, los mayores exportadores de armas.
Estados Unidos, Rusia, China, Francia y el Reino Unido concentran más del 75% del comercio mundial de armamento, una cifra que desnuda la hipocresía del sistema internacional.
Esa realidad revela una verdad incómoda: mientras haya ganancias en el caos, la paz será vista como una amenaza al negocio. Por eso, el lenguaje de la fuerza ha sustituido a la diplomacia y la impunidad de los poderosos se impone sobre el derecho internacional. La guerra se mantiene viva porque genera dividendos, y el miedo, en el mundo moderno, sigue siendo un producto rentable.
La paz ausente en un mundo saturado de miedo
La humanidad vive bajo una angustia permanente, mientras a las guerras abiertas se suman las guerras invisibles: las del hambre, la desigualdad, la migración forzada y la destrucción ambiental. Millones de personas sobreviven entre el ruido de los bombardeos o el silencio de las crisis olvidadas.
En Gaza, en Sudán, en la guerra Rusia-Ucrania o en Yemen, la vida humana se ha reducido a una estadística.
Pero lo más alarmante es la ausencia de un liderazgo mundial capaz de frenar el deterioro moral y político del planeta, en el que las grandes potencias actúan con una lógica de suma cero, donde ganar implica anular al otro, y la cooperación ha sido sustituida por la desconfianza. Los foros de diálogo se multiplican, pero las soluciones se disuelven entre intereses contrapuestos y vetos cruzados.
En este contexto, la paz no puede seguir siendo una palabra vacía, es un derecho que hay que reclamar y una responsabilidad que nadie puede delegar, porque mientras los misiles se prueban y las bombas se fabrican, el tiempo para evitar la catástrofe se acorta. La paz debe volver a ocupar el centro del debate mundial antes de que la humanidad quede sepultada bajo su propio progreso.
Construir la paz desde lo humano
La paz no empieza en los tratados internacionales, sino en la conciencia de las personas, y se cultiva en el hogar, en la escuela y en la comunidad. Educar para la paz significa enseñar a convivir, a resolver conflictos sin recurrir a la violencia, y a comprender que la diversidad no es amenaza, sino riqueza.
La familia, la educación y los medios de comunicación deberían ser pilares esenciales para desmontar la cultura del odio.
Los gobiernos, por su parte, deben asumir la responsabilidad de garantizar condiciones dignas de vida.
Ninguna sociedad puede llamarse pacífica mientras exista desigualdad extrema, hambre o exclusión. La justicia social no es un lujo de países ricos, sino la base sobre la que descansa toda convivencia duradera. Sin equidad, la paz es solo un espejismo.
La humanidad debe reaprender el valor del diálogo y de la cooperación. La paz no se impone por decreto, se construye con actos de respeto, solidaridad y entendimiento. En un planeta que acumula suficiente poder nuclear para aniquilarse varias veces, preservar la vida debe ser la tarea más urgente, no la más postergada.
El reloj del mundo se acelera y las señales de alerta son inconfundibles. La humanidad se acerca peligrosamente al punto de no retorno. La inteligencia artificial militar, las armas hipersónicas y los drones autónomos amplían el margen de destrucción y reducen el margen de error.
Bastaría un mal cálculo o una provocación para desencadenar una tragedia de dimensiones irreversibles.
jpm-am
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