
Por Francisco Tavárez
Una vez más, la Compañía de Jesús en República Dominicana —actuando más como activistas políticos que como guías espirituales— ha decidido opinar sobre la política migratoria nacional, esta vez proponiendo que el Estado dominicano implemente un “proceso de regularización serio, transparente y justo” para los inmigrantes haitianos que trabajan en sectores clave como la construcción y la agricultura.
Lo dicen sin rodeos: quieren que regularicemos, financiemos y asumamos la responsabilidad total de una población extranjera que reside ilegalmente en nuestro país, todo porque, según ellos, aportan mano de obra. Lo que no dicen —ni dirán jamás— es que esa mano de obra, muchas veces informal y explotada, ha sido resultado directo de la negligencia sistemática del Estado haitiano, que no ha ofrecido jamás documentación, control fronterizo ni garantías mínimas a sus propios ciudadanos.
¿Desde cuándo un país soberano está obligado a absorber los fracasos de otro? ¿Qué nación se construye sobre la base de ceder a presiones ideológicas o morales disfrazadas de “visión de Estado”? Lamentablemente, la Compañía de Jesús ha decidido alinearse con la narrativa internacional que insiste en culpar a República Dominicana por una crisis que no ha creado, y peor aún, que amenaza con desbordarse más allá de nuestras fronteras.
Predican justicia y humanidad, pero exigen que solo un lado la practique. ¿Por qué no exigen al gobierno haitiano que, al menos una vez en su historia reciente, se haga responsable de su gente? ¿Por qué no van a predicar ese mensaje de largo plazo en Puerto Príncipe, donde verdaderamente hace falta?
Nadie niega que hay miles de haitianos trabajando en sectores claves, ni que la realidad migratoria es compleja. Pero pretender que regularizar masivamente a ilegales es “la solución estructural” equivale a pedirle al Estado dominicano que renuncie a su soberanía bajo la excusa de una aparente utilidad económica. Esa lógica utilitarista, además de peligrosa, es profundamente injusta para los dominicanos más pobres, quienes compiten por empleos, servicios y espacio con una población creciente que ni tributa ni está legalmente registrada.
República Dominicana tiene el derecho —y el deber— de establecer sus políticas migratorias sin tutelajes morales ni presiones extranjeras. Y si los jesuitas desean realmente aportar al bien común, sería más útil que orienten sus energías a promover soluciones en Haití, no a exigir sacrificios unilaterales aquí.