
Arlenys García
Cuando uno piensa en crecimiento, casi siempre lo asocia con metas cumplidas. Con logros, avances, cosas tachadas de la lista. Y sí, eso importa. Pero con el tiempo, y con la experiencia de escuchar tantas historias en consulta, he aprendido que crecer va mucho más allá de lograr objetivos.
Crecer también es darte cuenta de qué sí funcionó… y, sobre todo, de qué no. Porque hay aprendizajes que no vienen en forma de éxito, sino en forma de cansancio, decepción y repetición. Y justo ahí es donde empiezan las verdaderas lecciones.
Una de las primeras cosas que este año nos enseñó a muchos fue la importancia de poner límites. No esos límites teóricos de los que todo el mundo habla, sino los reales, los que duelen un poco.
Poner límites no es volverte frío ni egoísta. Es aprender a decir “hasta aquí” sin tener que justificarte tanto. Es dejar de explicar una y otra vez por qué algo te afecta.
Es entender que cuidar tu paz también es una responsabilidad. Cuando no pones límites, no te vuelves más bueno… te vuelves más cansado. Y el cuerpo empieza a hablar con estrés, ansiedad, irritabilidad o agotamiento emocional.
Ahora bien, cuando empiezas a poner límites, inevitablemente pasa algo más: empiezas a ver con más claridad a las personas que te rodean.
Y ahí aparecen las llamadas personas veneno. No siempre son malas personas, pero sí son relaciones que te drenan. Son esas con las que hablas y sales sintiéndote más pequeño, más confundido o más culpable.
Personas que critican, que minimizan lo que sientes, que siempre te recuerdan lo que te falta, nunca lo que has logrado. Y muchas veces las mantenemos cerca por costumbre, por lealtad mal entendida o por miedo a quedarnos solos.
Alejarte de una persona veneno no es rechazo. Es autocuidado.
Pero no todo es soltar. Porque así como aprendemos a alejarnos de lo que nos hace daño, también aprendemos a acercarnos a lo que nos nutre.
Aquí entran las personas vitamina.
Esas que no te prometen soluciones mágicas, pero te escuchan.
Las que te dicen la verdad sin aplastarte.
Las que te recuerdan quién eres cuando tú mismo lo olvidas.
No son perfectas, pero suman. Y cuando estás con ellas, no tienes que protegerte tanto.
Este año también nos enseñó que no se trata de cuánta gente tienes alrededor, sino de cómo te sientes después de compartir con alguien.
Y ahora viene una de las lecciones más incómodas, pero más necesarias.
Muchas veces vamos por la vida en modo automático, en modo supervivencia.
Resolviendo, corriendo, aguantando.
Y mientras estamos en ese piloto automático, las mismas situaciones se repiten una y otra vez.
Las mismas relaciones.
Los mismos conflictos.
Las mismas decepciones.
No porque tengas mala suerte, sino porque nunca te detuviste a mirar qué estás eligiendo, qué estás permitiendo y qué estás repitiendo.
El cerebro ama lo conocido, aunque duela. Por eso, si no haces una pausa consciente, terminas repitiendo patrones que ya te demostraron que no funcionan.
Y quizá eso fue lo más importante que este año quiso enseñarnos: que crecer no siempre es avanzar rápido, a veces es detenerte.
Detenerte a analizar.
A revisar tus decisiones.
A hacerte preguntas incómodas.
A asumir responsabilidad emocional.
Porque cuando te vuelves consciente, dejas de sobrevivir…
y empiezas a elegir.
Tal vez este año no fue el que imaginabas.
Tal vez no lograste todas tus metas.
Pero si aprendiste a poner límites, a soltar relaciones que te dañaban, a valorar a quienes te nutren y a reconocer patrones que necesitas cambiar… entonces creciste.Y ese tipo de crecimiento, aunque no siempre se vea, es el que transforma tu vida de verdad.