
Por José Alberto Blanco
En cada rincón de la República Dominicana, desde las montañas de Jarabacoa hasta los barrios de Valverde, hay historias que no caben en los titulares, pero que definen el verdadero rostro del desarrollo, son las historias de madres que ahora tienen agua potable, de jóvenes que descubren su vocación en un taller técnico, de comunidades que recuperan su dignidad gracias a un puente, una escuela o una biblioteca, son historias que nacen de los proyectos públicos.
Un proyecto público no es solo una obra física ni una cifra en el presupuesto. Es una promesa cumplida. Es el Estado diciendo “te veo, te escucho, te acompaño”. Es la política convertida en servicio, y el servicio convertido en transformación.
Pero esa transformación no ocurre por decreto. Planificar y ejecutar un proyecto público exige más que técnica: exige sensibilidad. Hay que mirar el territorio con ojos humanos, escuchar con humildad y decidir con ética. Porque cada decisión afecta vidas, y cada error puede perpetuar injusticias.
Por eso, los buenos proyectos públicos observan criterios claros: parten de diagnósticos participativos, definen objetivos medibles, evalúan riesgos, comunican con transparencia y, sobre todo, rinden cuentas, no basta con inaugurar; hay que sostener, evaluar y aprender.
Cuando se hacen bien, los proyectos públicos no solo resuelven problemas: generan esperanza. Cambian narrativas. Reconectan a la ciudadanía con la idea de que el Estado puede ser justo, cercano y transformador.
Sin embargo, cuando se hacen mal, el costo lo paga la gente, en tiempos de lluvia, la verdad se filtra por las grietas. Y no hablo solo del agua que inunda calles, casas y esperanzas, sino de las fallas estructurales que arrastran consigo los proyectos públicos mal concebidos, mal ejecutados o mal supervisados.
Las recientes inundaciones en distintas provincias del país no solo dejaron pérdidas materiales: dejaron al descubierto una deuda ética, puentes colapsados, canales mal diseñados, barrios anegados por falta de drenaje. Obras inauguradas con cintas y discursos, pero sin estudios de suelo, sin mantenimiento, sin visión de largo plazo.
Un proyecto público no puede medirse solo por su corte de cinta. Debe medirse por su capacidad de resistir el tiempo, el clima y la vida y eso solo se logra con planificación rigurosa, ejecución responsable y supervisión constante.
Cuando se omite el diagnóstico técnico, se improvisa el diseño o se relajan los controles, el resultado no es solo una obra fallida: es una comunidad en riesgo, es una madre que pierde su casa, un niño que no puede ir a clases, un agricultor que ve su cosecha arrastrada por el lodo.
Hoy más que nunca, necesitamos que cada obra pública sea también una obra ética, que cada inversión sea también una invitación a creer. Que cada funcionario recuerde que detrás de cada expediente hay una historia que merece respeto.
Porque al final, los proyectos públicos no se miden solo en metros construidos, sino en vidas mejoradas, y eso, en tiempos de incertidumbre, es el mayor acto de liderazgo.