POR RAFAEL PASIAN
La historia enseña —cuando la leemos desde abajo— que los mitos no son inocentes. Los mitos sirven. Y casi siempre sirven al poder. La Navidad, tal como hoy se nos impone, no es la excepción: fue convertida en un aparato ideológico para adormecer conciencias, justificar desigualdades y maquillar, con luces de colores, la maquinaria de un sistema que vive del dolor ajeno.
Nos dicen que es tiempo de paz, pero el mundo sigue en guerra. Nos dicen que es tiempo de amor, pero los salarios no alcanzan y los pobres siguen siendo pobres. Nos dicen que es tiempo de unión, pero millones de familias están rotas por la emigración forzada, por la miseria, por la injusticia social. ¿Qué clase de paz es esa que solo existe en los comerciales de televisión?
La gran fábrica de la ilusión
La Navidad moderna no es una fiesta espiritual: es un dispositivo económico. Su función es empujar a los pueblos a consumir, endeudarse y competir por demostrar afecto con objetos. Las calles se llenan de luces, pero las conciencias permanecen a oscuras. Las tiendas rebosan de mercancía, pero las mesas de los humildes continúan vacías.
Todo es calculado. Cada canción, cada anuncio, cada figura decorativa tiene un objetivo: que el ciudadano deje de ser ciudadano y se convierta, dócilmente, en consumidor. El sistema no necesita hombres libres; necesita compradores obedientes.

Anestesia social
En nombre de la Navidad, nos piden tolerar la injusticia “porque es tiempo de paz”. Nos exigen olvidar a los explotados “porque es tiempo de amor”. Nos invitan a brindar “por la vida”, mientras los pueblos pagan con sangre, sudor y lágrimas el lujo de las minorías privilegiadas.
La Navidad funciona como una anestesia colectiva: mientras los fuegos artificiales estallan en el cielo, los poderosos continúan acumulando riquezas en silencio. Nos entretienen para que no pensemos. Nos regalan para que no reclamemos. Nos invitan a rezar para que no luchemos.
El mensaje subversivo que quisieron domesticar
Pero hay una verdad histórica que el poder no pudo borrar: el origen de este relato fue el de un niño nacido fuera del lujo, en la periferia del mundo de entonces, del lado de los humildes. Ese niño creció denunciando a los hipócritas, enfrentando a los mercaderes del templo, poniéndose del lado de los últimos. Fue un mensaje profundamente subversivo y social, no un coro de villancicos para adornar escaparates.
El sistema, que sabe apropiarse de todo, incluso de lo sagrado, domesticó ese mensaje. Lo volvió dulce, inofensivo, sentimental. Lo vació de contenido revolucionario y lo llenó de mercancías.
Recuperar el sentido humano y político
Una Navidad verdaderamente humana no se mide en regalos sino en derechos garantizados: trabajo digno, vivienda, educación, salud, respeto a la vida.
Una Navidad verdaderamente cristiana —si es que queremos usar ese término— no puede convivir con la explotación, el hambre, la desigualdad obscena y el cinismo de los poderosos.
La tarea de los pueblos no es adornar el árbol…
es derribar el tronco de la injusticia.
Un llamado a la conciencia
Que quede claro: no estamos contra la alegría ni contra el encuentro familiar. Estamos contra el engaño. Contra la manipulación. Contra el uso de los sentimientos para encubrir la desigualdad que desgarra a nuestras sociedades.
La Navidad, para ser verdadera, debe convertirse en una jornada de solidaridad activa, de organización popular, de conciencia despierta. No de consumo irracional, sino de compromiso moral con los olvidados de la tierra.
Porque la auténtica luz no está en las bombillas de colores, sino en la dignidad de los pueblos que deciden levantarse.
jpm-am
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