POR RAFAEL PASIAN
La historia de los dominicanos ha sido siempre una historia de lucha por la dignidad, tanto en el suelo patrio como en las tierras donde la necesidad los ha llevado. En el siglo XXI, más de dos millones de dominicanos viven en el exterior, especialmente en Estados Unidos, y su existencia está marcada por las políticas migratorias de esa nación.
Esas políticas no son simples reglamentos: son mecanismos de poder que afectan la vida de las familias, la economía nacional y hasta la visión que tenemos de nosotros mismos como pueblo.
El dominicano que cruza fronteras no deja de ser parte de la nación. Su voto en el extranjero, sus remesas, su voz en las calles de Nueva York, Madrid o Miami son también expresiones de soberanía. Sin embargo, las políticas restrictivas de migración en Estados Unidos colocan a muchos en un estado de vulnerabilidad: se convierten en trabajadores indispensables pero invisibles, en ciudadanos de segunda clase a pesar de sostener con su esfuerzo economías ajenas y la propia economía dominicana.
El pensamiento progresista nos enseña que no puede haber libertad verdadera mientras haya dominicanos viviendo en la sombra, sin papeles y sin derechos. Defender al migrante es, por lo tanto, defender la dignidad nacional.

Remesas: un sostén con costo social
Cada dólar enviado desde la diáspora es pan en la mesa de miles de hogares dominicanos. Sin embargo, no debemos romantizar esta realidad. Las remesas son fruto del desarraigo, del sacrificio de padres que ven crecer a sus hijos por videollamadas, de madres que trabajan dos y tres empleos para enviar un sustento.
Ese dinero mantiene la economía nacional en pie, pero a cambio se fragmentan las familias, se debilita la cohesión social y se posterga la verdadera tarea: construir una economía nacional capaz de sostener a su pueblo sin expulsarlo.
La contradicción
Estados Unidos necesita mano de obra barata, pero niega derechos a quienes proveen esa fuerza de trabajo. La República Dominicana necesita las divisas de sus hijos en el exterior, pero no genera políticas estructurales que les permitan regresar con seguridad, inversión y oportunidades.
Esta es la contradicción que debe ser denunciada: los dominicanos en el exterior son vitales, pero son tratados como piezas desechables en el engranaje de dos sistemas que los explotan.
Hacia una política exterior progresista
Un Estado dominicano progresista debería colocar en el centro de su política exterior la defensa activa de sus ciudadanos en el extranjero. No basta con consulados para trámites burocráticos; se necesitan consulados que defiendan derechos laborales, acceso a la educación y protección legal.
Se requiere, además, un plan nacional de retorno y reinserción, para que el dominicano que quiera volver encuentre tierra, crédito, oportunidades de producción y no un muro de indiferencia.
Conclusión
Juan Bosch decía que la política debía ser “el arte de servir al pueblo”. Hoy, ese arte exige reconocer que la nación no termina en la frontera de Dajabón ni en las playas de Samaná; la nación dominicana también late en El Bronx, en Lawrence, en Madrid, en Milán.
La diáspora es patria extendida, y la República Dominicana solo será soberana cuando defienda con la misma fuerza al campesino de San Juan que al obrero dominicano en Nueva York.
Porque al final, la grandeza de un país no se mide por el dinero que recibe de sus emigrantes, sino por la capacidad de construir un futuro donde ninguno de sus hijos tenga que irse para poder vivir con dignidad.
jpm-am
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