
Francisco Tavárez
La sonrisa de un pueblo no es un gesto trivial. Es una forma silenciosa de resistencia. En la República Dominicana, esa sonrisa ha sobrevivido a crisis, promesas incumplidas y decepciones profundas. No nace de la abundancia, sino de la fe; no se sostiene en la certeza, sino en la esperanza. Por eso, cuando la confianza pública se erosiona y las instituciones fallan, lo que realmente está en juego no es solo la estabilidad del sistema, sino algo mucho más íntimo: la capacidad de una sociedad para seguir creyendo en sí misma.
El año 2025 ha sido un tiempo de sacudidas. No por un solo acontecimiento, sino por la acumulación de hechos que han ido dejando una sensación de cansancio moral. Casos que estremecieron la conciencia colectiva abrieron heridas difíciles de cerrar, y cuando aún no se reponía el ánimo nacional, nuevas situaciones vinculadas al Estado volvieron a alterar la tranquilidad ciudadana. El daño más profundo no ha sido el escándalo en sí, sino la fractura de la confianza en quienes fueron llamados a servir.
Este clima de malestar no surge de la nada. Convive con problemas estructurales que arrastramos desde hace décadas: un tránsito que desborda la paciencia, deficiencias persistentes en el acceso al agua, fragilidades del sistema eléctrico, una criminalidad que inquieta, y un sistema de salud que no siempre responde con la oportunidad y la calidad que la gente merece. A ello se suma ahora la crisis del sistema de seguridad social y el impacto del caso SENASA, que ha golpeado directamente la credibilidad de un pilar esencial para millones de dominicanos.
Y, aun así, el país no se detiene. Cada día, hombres y mujeres se levantan sin certezas, pero con dignidad. Hay familias que viven al límite, que no saben qué habrá en la mesa al final de la jornada, y que, sin embargo, agradecen un día más de vida. Se vive muchas veces al día a día, con el peso de la incertidumbre y la fuerza de la fe. Esa es una de las verdades más profundas de nuestra identidad nacional.
Desde 1844, la historia dominicana ha sido una sucesión de desafíos. Han pasado presidentes, ministros, legisladores, alcaldes y empresarios, cada uno con su promesa de transformación. Algunos actuaron con buena intención; otros fallaron; algunos causaron daños difíciles de revertir. Muchos, quizá, cargarán siempre con el deseo de haber hecho las cosas de otra manera. Pero la historia no se corrige con arrepentimientos tardíos, sino con aprendizajes colectivos.
La responsabilidad de este momento no recae únicamente sobre la clase política. Interpela también al sector empresarial, al liderazgo social, a las iglesias, a los formadores de opinión y a toda persona que ejerza algún grado de influencia. Es cierto que no todos han estado a la altura. Pero también lo es que existen hombres y mujeres que, desde distintos espacios, han trabajado con honestidad, compromiso y vocación de servicio, incluso en medio de la adversidad.
En la política, en el empresariado, en las iglesias católicas y protestantes, y en la sociedad civil, hay referentes que representan una reserva ética indispensable para el futuro del país. No son infalibles, pero sostienen la esperanza de que todavía es posible hacer las cosas bien. A ellos hay que respaldarlos, exigirles coherencia y darles espacio.
Este no es un texto para justificar errores ni para promover la resignación. Es una invitación a la reflexión serena y a la responsabilidad compartida. A entender que los desafíos que enfrentamos no se resolverán con indiferencia ni con cinismo. A recordar que una sociedad que pierde la confianza corre el riesgo de perder también su rumbo.
Que no nos roben la sonrisa. No por ingenuidad, sino por conciencia. No como negación de la realidad, sino como afirmación de lo que somos. Porque, a pesar de todo, el pueblo dominicano ha demostrado que sabe resistir, que sabe levantarse y que, incluso en medio de la incertidumbre, sigue apostando por la vida y por el país que todavía estamos construyendo.